Por Sandra Burmeister García
Pedagoga, artista escénica y literaria
@SBurmeisterG
¿Alguna vez deseaste refugiarte en un bosque encantado? Un lugar que te permitiera existir de muchas maneras, en distintos momentos y en distintos lugares. Donde pudieras echar a volar tu imaginación sin límites y donde tu mente se expandiera de tal manera que te volvieras infinito. Me refiero a un estado de la vida en que la lectura individual o colectiva prescinde del tiempo y espacio.
Se supone que se nace con un sentido para aprender a vivir y se muere con un sentido de agradecimiento a la vida que se tuvo. Se es autor-a de cada paso que se da, ya sea en la niñez, adolescencia, juventud o adultez.
Visto desde el derecho a leer la vida, los humanos somos seres espirituales multidimensionales que habitamos varios cuerpos físicos. Se podría decir que cada cuerpo nos obliga a recordar quiénes somos y a qué vinimos. Se podría decir que la lectura y la vida se ven estimuladas por el suspiro humano, fraguando el aliento de la vida que sucumbe en el pensamiento imaginativo o divergente.
Desde las reflexiones del profesor Fidel Sepúlveda (2015), mi lectura se ha concentrado en sus palabras acerca de la vida, siendo ésta viable solamente si se le considera como el arte de vivir. De alguna manera, él hace referencia a conectarse con el entorno, a comprender la escasez de recursos y la abundancia de necesidades, leyendo el interior de la naturaleza humana.
En efecto, en cada paso que damos estamos leyendo el entorno mediante nuestros sentidos. Vemos, escuchamos, tocamos, respiramos, degustamos, todo es parte de la percepción que tenemos en base a las experiencias y desde allí sacamos conclusiones o tomamos decisiones. El maestro señala que la felicidad está ceñida ante la revelación de cada cosa y en el descubrimiento permanente de la simpleza.
Lo simple es complejo. La lectura de un texto, así como la lectura de la vida permite acceder al derecho de la libertad a soñar despiertos-as, por ende, de creer y crear.
Además, la particularidad de cambiar un contexto que puede estar sometido a
múltiples carencias sociales, políticas, económicas y culturales por otro contexto más amable y que se abra a la posibilidad de un mayor bienestar. Este bienestar emerge en la revelación de la vida, en la transformación consciente de aquella belleza que surge desde la precariedad de recursos. Esto lo ejemplifican muy bien los profesores y profesoras, cuando hacen milagros en el aula sin gozar de materiales suficientes.
Al inicio, formulé la pregunta acerca de un refugio mágico donde estar. Un lugar con esas características perfectamente podría ser una biblioteca. Es ahí donde los sueños se hacen realidad a través de la creatividad viva que dejan autores y autoras en sus libros, sin embargo, esa vida de la que hablo solamente renace al momento de leer. Abres un libro y tu mente viaja. Abres un libro y encarnas a un personaje.
En las estanterías se manifiesta una forma nueva del derecho a leer la vida: la vida propia y la de los demás.
Si deliberamos en la lectura y reconocemos aquellos momentos que nos impulsan a buscar respuestas y más preguntas en los libros, entonces habremos descubierto una zona maravillosa que proporciona vida sobre los secretos de la imaginación.
Pero el misterio de la humanidad recién comienza ahí. Cada pensamiento revela una pregunta nueva y con éste otro pensamiento y con ella otra pregunta. Es parte de la naturaleza humana el hacer preguntas y atender con respuestas al niño o niña que las formula. Aun cuando las respuestas vengan desde la experiencia personal adulta -y no desde el adultocentrismo-, éstas perfectamente pueden develar el reconocimiento de algo nuevo o de algo por venir.
Leemos según hemos vivido
A través de la revista digital Resumen Latinoamericano (2018), el pedagogo Paulo Freire (1981) invita a reflexionar sobre la importancia del acto de leer, evidenciando que tanto el lenguaje como la realidad se vinculan estrechamente. Y es que leemos según hemos vivido. Leemos según el contexto donde residimos y en relación al entorno humano que consideramos. En otras palabras, existe la lectura del mundo en la primera infancia.
Mi lectura personal de la niñez se encuentra en la casa de mis abuelos paternos. El jazmín que bordeaba la ventana de la que era su biblioteca. La gata negra, llamada “Negra”, que esperaba en la entrada y después mordía. La mampara que se abría hacia una salita fresca y semi oscura, del lado izquierdo del pasillo. Ahí, la invitación a jugar con un piano somnoliento y silencioso. Un escritorio con el globo terráqueo asustado frente a una niña que no resistía en darle vueltas y vueltas. El reloj de pared, cual cara larga y vertical y el tic tac del péndulo, anunciando las horas y el descontento de la vida de los adultos. A mí me gustaba ver al abuelo abriendo la puertecita del reloj y ajustando sus manecillas en la hora correcta, para luego darle cuerda. Aquel escenario parecía estable y sólido.
Y ahí estaban los libros de distintos tamaños, colores, tipografías, cocidos, impresos, con solapas o sin ellas, con olores a lignina de siglos pasados y aquellos olores al papel escolar de la historia de Chile de los años setenta. Un tiempo de cuadernos con historias oscuras, de lápices sin puntas para reparar y de gomas que no borraban la memoria. Aun así, mi refugio era la biblioteca. En ese lugar, la pequeña niña a quien encarné, jugaba, tocaba, improvisaba, soñaba, experimentaba y, curiosamente, no leía aquellos libros, porque la lectura vino después.
Pero en esa niñez, de la que hablo, era típico escuchar frases adultas que obligaban a los más pequeños a callar y a no interrumpir. En la niñez el lenguaje escrito era una condición humana por desarrollar y que necesitaba ayuda. La voz de la infancia era nula y la primera lectura comenzaba allí, es decir, en lo que se observaba.
Posteriormente estaban las lecturas durante la adolescencia, pero todavía parecían ser insignificantes para la adultez. El entorno cambiaba y las personas también. Y en esto me detengo, porque tanto Freire como Sepúlveda coinciden en un ser humano estético vinculado a la ecología y a la ética, que de alguna manera rescata lo insignificante como significante de aquello infinito que se adhiere a lo físico, psíquico y espiritual. Más aún, el segundo autor advierte sobre la importancia que tienen los cuentos en la oralidad, porque encarnan el arte de lo que es vivir, dando cuenta del pasado, presente y futuro. En esto coincido, me refiero al virtuosismo de los cuentos contados y leídos que detienen el tiempo y facilitan el remontarse a momentos extraordinarios.
Es agradable pensar que el lenguaje puede ser transversal y unir a las
generaciones, haciendo de sí mismo el instrumento de expresión más noble que existe entre seres que gozan de la diversidad de vivencias. Me gusta creer que el derecho a leer la vida permite una infinitud de posibilidades atemporales, en virtud de la libertad que tiene el narrador-a omnisciente y la reciprocidad con el lector-a, así sea el derecho a ser humanos y humanas.
Para bien o para mal, lo que pueda decir un párrafo (una planilla, varias hojas o un libro entero) podría marcar la vida de una persona y el acto de leer podría convertirse en su refugio, sin importar el momento o la edad.