Por Valeria Solís T.
Periodista y Escritora
En este número de inicio de primavera, para el Cono sur, rescatamos dos autores masculinos que nos llevan al misterio del relato. Ése que confunde la emoción y el dolor de quien relata, para poder seguir respirando, y el interlocutor que pudiera interesarse en escuchar o empatizar con esta historia que ya no podemos obviar. Nos enfrentamos con dos novelas que apuntan literariamente al mismo pretexto, al frente, al otro lado del espejo nos mira o escucha o lee alguien que inventamos, o no, que está interesado, o no, en escuchar esta historia. Paul Auster y Marcelo Simonetti nos cautivan con su relato. Les advierto, no hay tal interlocutor, es uno, el lector que se atreve a agarrar el libro y decir llego hasta el punto final. No duele, no hay arrepentimientos, las emociones suben y bajan.
Su ritmo, y el mundo imaginario te lleva, quiéralo o no, a imaginarte sentada en una sala de cine. Sus novelas se leen como algo más que un guión, no puedes dejar de imaginarte el espacio, respirar la atmósfera de lo que te relata y eso que no escribe páginas plagadas de detalles, sino de imágenes. Este libro, «El país de la últimas cosas» (1987) es un texto en primera persona, no de alguien que explota a viva voz sus emociones y pensamientos, sino que es más sutil y agradable, como leer una carta de más de 200 páginas como si fuera dirigida a tí. Nunca se devela una ventana que ilumine quién es el interlocutor. No es importante finalmente, sólo un pretexto para contar una historia de desencantos tan propias de imaginar en ciudades occidentales, donde la oferta y demanda, son más importantes que las propias personas.
Leemos una carta, junto con un interlocutor sin rostro, nos enteramos que esa chica Anna Blume es una sobreviviente de un mundo, un país, una ciudad donde todo está «muerto», donde la comida, donde el sentido de valor no tienen sentido. La joven de 19 años va en busca de su hermano quien se fue a este extraño lugar en busca de una buena historia periodística, pero desapareció, cero rastro. En mitad de la historia historia nos enteramos que Anna venía de una familia acomodada, con acceso a la cultura, al buen lenguaje, a la buena vida, a todas las posibilidades…sin embargo, ella decide dejarlo todo para encontrar al hermano desaparecido en una ciudad o país (¿o mundo?) que está desintegrándose. Ella no lo duda y cruza el límite, vive entonces años y años (nunca sabremos realmente cuántos), una existencia al límite, donde lo único importante es sobrevivir, porque la vida ya no es parte del diccionario. La novela no nos quiere enfrentar a la probreza material, eso lo usa como el pretexto para enfrentarnos a las otras pobrezas: las del alma, para enfrentarnos a algo que posiblemente sea esencial al ser humano, luchar por alguna esperanza, aunque sea lograr salir de ese lugar. Es una novela cinematográfica, con el estilo de Auster. «El país de las últimas cosas» Paul Auster. Editorial Seix Barral. 205 páginas.
El escritor chileno Marcelo Simonetti tiene el talento de mezclar la realidad con la ficción con una elegante frescura. Es querible la idea o los personajes o la suma de antihérores que hacen recordar el susurro literario del argentino Osvaldo Soriano. ¿Algo en común? periodistas y escritores, periodistas amantes del deporte, del fútbol en realidad, y escritores afisionados a destacar al antihéroe como el personaje deseable, por el esfuerzo, por la lucha de lo inútil, por la honestidad de la torpeza o la locura, por la búsqueda generosa de encontrar algo parecido a la verdad.
Primera seducción de este libro es rescatar el misterio de la vida de uno de los fotógrafos más destacados de Chile: Sergio Larraín, quien tras sus primeras incursiones en un Valparaíso de blanco y negro se tranforma, tras un ñeque y talento en uno de los importantes fotógrafos de la destacada agencia Magnun, pero ese personaje no se queda ahí, decide cerrar todo ese mundo de supuesto glamour para refugiarse en un pueblito del norte de Chile y continuar su vida en meditación profunda, reflexión, yoga hasta toparse con lo que llaman muerte. Eso es realidad, que el autor emplea como hilo conductor para desentrañar la historia de nuestro protagonista que en el fondo busca desentrañar otro misterio, uno personal, busca a Enzo, quien era fotógrafo también, un Enzo que conoció a Santiago Larrea (S. Larraín), un Enzo que amó a su madre y lo amó a él, pero sólo hasta los 8 años. Manuel Rijtman, es el hombre con el dolor de niño a rastras que busca a su padre o al menos busca una respuesta: «padre, porque me has abandonado». «El fotógrafo de Dios» es una novela conmovedora, ágil, con varias lecturas, pero quien quiera leer entrelíneas, podrá encontrar algo conmovedoramente profundo. Algo que se aclara en las últimas dos páginas, que se deben leer, aunque se crea que la novela ya esté terminada. «El fotógrafo de Dios» Marcelo Simonetti. Ediciones de Lumbre.179 páginas.